Feliz el hombre a quien sus
culpas y pecados le han
sido perdonados por completo.
Feliz el hombre que no es mal
intencionado y aquien el Señor
no acusa de falta alguna.
Mientras no confesé mi pecado,
mi cuerpo iba decayendo
por mi gemor de todo el día,
pues de día y de noche
tu mano pesaba sobre mí.
Como flor marchita por el
calor del verano, así me
sentía decaer.
Pero te confesé sin reservas
mi pecado y mi maldad;
decidí confesarte mis pecados,
y tú, Señor, los perdonaste.
Por eso, en momentos de
angustia los fieles te
invocarán, y aunque
las aguas caudalosas
se desborden, no
llegaran hasta ellos.
Tú eres mi refugio:
me proteges del peligro,
me rodeas de gritos de
liberación. El Señor dice:
Mis ojos están puestos en ti.
Yo te daré instrucciones,
te daré consejos, te enseñaré
el camino que debes seguir.
No seas como el mulo o el
caballo, que no pueden
entender y hay que detener
su brío con el freno y con
la rienda, pues de otra
manera no se acercan a ti.
Los malvados tendrán
muchos dolores,
pero el amor del Señor
envuelve a los que en él
confían. Alégrense en el Señor,
hombres buenos y honrados;
¡Alégrense y griten de alegría!